La Santidad.
No hay mejor expresión divina sobre la santidad que esta bienaventuranza, pues nadie más dichoso en la vida que aquel que puede encontrarse con Dios y verlo a cada momento.
Cuando la biblia nos menciona, en hebreos 12:14, que "sin santidad nadie verá al Señor", nos encontramos con un texto que muchas veces no se entiende y que se aplica mas bien como una carga condicionante que una verdad trascendente, convirtiendo la gracia en una desgracia, y su favor en una inalcanzable utopía que no se puede aplicar a la vida de cada día.
Si, definitivamente, ver a Dios tiene que ver con la santidad, y la santidad tiene que ver con un corazón limpio. Sin embargo, esto tiene que ver también con la felicidad, es decir, con gloria de estar bendecido por Dios mismo.
Entonces, cabe aquí hacernos una pregunta fundamental : ¿quién es el verdaderamente feliz y limpio de corazón, el que intenta limpiarse o el que ha sido limpiado? Difícil será la felicidad para quien intenta limpiarse de una suciedad tan penetrante y evidentemente persistente. Pero, ! Qué gloriosa bendición experimenta aquel que, no importando cuan sucio esté, por gracia y amor, es limpio! Esta es la gran diferencia entre el dicho y el echo. Es aquí donde se define verdaderamente la felicidad, por que así como la gracia de Dios, la pureza del corazón se recibe, y al recibirla y disfrutarla, esta pureza nos vuelve puros.
Si, necesitamos, hoy más que nunca, encontrarnos con lo trascendente y maravilloso de esta bienaventuranza, por que "sin santidad nadie verá al Señor", y "así como Él es Santo, nosotros debemos ser santos en toda nuestra manera de vivir"(1 Pe. 1:15). Si, necesitamos ser gente limpia de corazón, que tiene la dicha de ver a Dios en su vida. Pero ¿dónde comenzamos? Comencemos por una respuesta correcta a la pregunta antes citada. Es decir, vivamos como limpios de corazón y no intentando limpiarlo. Vivamos en la soberana gracia que nos hizo gente especial, apartados para Dios; un pueblo santo, que lo ve y que está escogido para la obediencia (1 Pe. 1:2 ; Ez 36: 25-27) y determinado para la bendición. Involucrémonos primero con la identidad y luego con la consecuencia. Es decir, si te asumes limpio, harás cosas limpias. Si eres santo, tendrás la conducta para ello. ¡NO FUNCIONA AL REVES! Esta es la esencia de la santidad; Él, por que es Santo, nos hizo a nosotros santos. Es primero identidad, y luego, conducta. Como siempre digo en un juego de palabras : "no eres más santo por que pecas menos, si no, pecas menos por que eres más santo".
De modo que si queremos experimentar la dicha de ver a Dios, simplemente veámoslo, por que Él ya limpio nuestro corazón y abrió nuestros ojos (Lc. 4:18). Veámoslo con los ojos de la adoración que nos hace creer más allá de lo que sentimos. Veámoslo con la actitud que nos lleva a considerarlo cada vez que tenemos que decidir y definir quiénes somos. Veámoslo sin temores, con la fe que nos cautiva a Su verdad y no con las mentiras de la sensación de nuestras emociones circunstanciales. Veámoslo con el esfuerzo qué implica conocerlo, que no es otra cosa que simplemente postrarnos delante de Él e inquirir en Su presencia y vigilar la revelación de Su palabra más que la prontitud de sus respuestas (Jer.33:3).
Si, definitivamente, Él ya limpió nuestro corazón. ¿Cómo entonces hemos de aceptar que sentimientos impuros, de nuestra antigua condición, vayan a llevarnos por caminos indignos de nuestra naturaleza? ¿Cómo rendirnos al pecado si ya no somos de allí? En fin, asumamos y vivamos como corresponde. Seamos santos y mirémosle con el corazón puro, el corazón que Él limpió, con su preciosa sangre, y entonces, entonces seamos dichosos por que veremos a Dios.
domingo, 19 de julio de 2015
Bienaventurados los de limpio corazón, por que ellos verán a Dios.
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